Capilla "ardente"

"Santa Muerte, ora pro nobis.
Santa Muerte, ranchera y burritos de gusanos.
Santa Muerte, tus muertos… joder."
¡Que no, que no voy más a estos sitios lavados con lejía y flores de tela! ¡Dios… qué golpe me ha dado los inútiles de los acemileros! Siempre lo he dicho, es física cuántica, digo yo. Los bajitos delante, los altos, detrás. Que no hay prisa… que suden un rato la grasa que les llevará a la salita de al lado. Bueno, ¿Y ahora qué…? Me han metido en una habitación pequeña con cristal blindado, un escaparate de saldo, de rebajas, de una vida sin sentido, es que no he sido gran cosa, sabe. Que hasta el último día he contado con los dedos, que el periódico servía para no mancharme el trasero en el banco del parque. Que siempre he llevado agujeros en los calcetines. ¡Que no me voy a escapar...! Empiezo a aburrirme como Fernando Alonso lejos ya de la parrilla de salida. Me han dejado boca arriba, mirando no sé qué. No veo nada, que se van cerrando los ojos y no veo nada. Tampoco puedo hablar, parece como si me hubiesen sellado la boca con silicona, esa baba pegajosa y maloliente de los fontaneros. Adivino por los silencios, los corrillos que se unen y desunen como tábanos, los chistes malos y sin gracia que empiezan ya a hacer mella en el ánimo de los cariacontecidos parroquianos, los lloros plañideros, de mentirijillas y los sinceros que ya ha llegado la hora. ¿La hora de qué? Me he pasado toda la vida esperando algo. No sé qué. Alguien dijo que el tiempo es una gotera, quisieron decir, sin embargo, que era, es una tortura para el desgraciado y una ventaja para el capillita. Quería ser mayor de edad, quería afeitarme y me corté el labio sangrando como un cerdo, quería salir de la adolescencia de granos y acólito de Onán para seguir luego más de lo mismo. Que la infancia no es la alegría del mañana. Que la mía fue triste, que mi padre dudaba de su paternidad, que mi madre se consolaba con la religión, que me descalabraba cuando me ponían en las andaderas porque me caía de boca, nunca aprendí a caminar bien, era… sigo siendo patizambo. Después, patio de colegio gris y babero con mocos y no precisamente los míos. Los libros me los prestaban faltándole muchas de sus hojas. Me pegaban por turnos en el recreo mientras se comían el bocadillo, mi bocadillo. El que me decía gordo con ojos de sapo no ha venido. Seguro que cree que saldré esta noche y le reventaré la cara de cerdo que ha ido cogiendo mientras aprendía el oficio de carnicero. Los demás, la pandilla… Nunca tuve de eso, aunque coleccioné de mayorcito los cromos de la Pandilla de la Basura porque me consolaba con lo que llamaban la “alteridad”. El otro. Pero te voy a decir una cosa, Muerte, llegó el amor, bueno… al principio una princesa a la que le regalaba piedras preciosas de papel, que conquistaba mundos de celofán y charol y su trono era papel cristal, pergamino, de imprenta, de regalo. Todas las noches le contaba un cuento con final feliz como deben terminar todos los cuentos. Ponía un unicornio o un elefante en sus dulces manos y se dormía. Luego, ese cuento, mi vida transformo a la princesa en esa gorda que me pegaba collejas cada vez que me mandaba a hacer los mandados y me engañaban con la vuelta. La verdad es que no me fijaba, pensaba siempre en lo que más me gusta. ¿Sabes que construía animales, aviones, barcos de guerra, coches, muñecos de papel…? Se llama papiroflexia. Necesitas tener las uñas bien limpias y las manos lubricadas con lo que sea. Es un arte antiguo que proviene del Japón. No miento. Te lo he dicho antes, ¿Quieres que te haga una guadaña de papel? En eso soy habilidoso porque me concentro tanto que deja de existir lo que me rodea. El vecino que grita a su mujer, la niña de los tacones de arriba ensayando para un concurso de la tele del que nunca la llamarán, de la triste vecina que llora desconsolada porque su novio la dejó hace años. Ésta sí ha venido; hoy me deja ella a mí. Quizá fuese autista, no lo sé. Aunque me decían en la escuela ceporro por mis manos gordas y sucias y uñas comidas con deleite, mis dedos trabajaban rápido, las figuras se retorcían, crecían y algunos llegaron a decir que las matemáticas estaban allí, aunque jamás llegué a comprender nada de ello. Ni que decir que todas las figuritas terminaban en el cubo de la basura. A mí me gustaba ponerlas encima de la aparatosa televisión de entonces, aunque esto no era lo correcto. La señora levantaba su enorme culo de su sillón preferido donde el gato ocupaba el ala derecha y yo la izquierda. A continuación hacia una bola con la figura primorosamente trabajada y me decía inútil y otras cosas que no quiero decir por si hay menores leyendo esto. Pero yo la quería. Tanto la quería que me hice construir un calendario en papel higiénico, tachaba el angustioso y plúmbeo día que pasé y paso a su sombra, su cintura, que es lo mismo que decir la línea del Ecuador. Inmortalicé en el rollo el asco de vivir. Eso sí, de dos capas, no merecía otra cosa.
“Rascayú, cuando mueras qué harás tú…” Con su permiso y humildemente, quiero decir que voy a levantarme, voy a aflojarme la correa del pantalón ya que tengo unos gases molestos que me recorren ya todo el cuerpo e irme tan lejos cuanto pueda. Como comprenderán a estas alturas, no soy nada escatológico. Debía haberlo hecho hace tiempo. Le aseguro que volveré, déme un rato, nada más, ese instante donde la vida pasa como una imagen que engancha a otras imágenes, un papel que retuerce sus formas hasta averiguar la esencia del mismo. Quiero ver las cosas que no vi, decir lo que no pude decir, aprender a amar y pedirte perdón... Terminar ese belén que tú sabes, que está a medio hacer cayéndose el techo de la cueva matando al burro y al buey o la vaca, no me acuerdo. Quiero otra Navidad. Prometo que ésta será diferente.
Silencio. ¿Ha pasado un ángel? Qué pregunta tan estúpida... Lo sabía, no me contestas alcahueta de huesos porque has decidido por los dos. Tú ganas, aunque te pido ahora que termines con todo esto, que acortes el tiempo de esta espera de este andén hacia ninguna parte. Que se vayan todos estos inútiles, que vengan los soldaditos de plomo, el aviador y el hombre de la motocicleta con el sidecar. Ellos nunca mueren, están dentro de mí, son parte de mí. Han apagado las luces, las sombras huyen y el aroma del café aguado parece flotar en los restos de vasos de plástico. Al final todos somos carne de reciclaje. Nos vamos.
Sólo quería un ataúd de papel.